Almas de oración
Una Carmelita tiene que ser -todo el mundo espera que sea- un alma de oración. La Carmelita es un alma orante. Pero… ¿qué es un alma de oración? Un alma de oración, una persona de oración, no es alguien que ora siempre, que está diciendo siempre oraciones. No es eso, sino la persona que hace de su vida, de todas las circunstancias de su vida -aún las más prosaicas y las más simples- una oración: un acto de oración, no palabras, oraciones. Es aquella que de toda su vida, de cada latido de su corazón, de cada inspiración y espiración de su aliento, hace una oración. Es aquella que ha transformado su vida en oración.
Un alma de oración es la que ha llegado a identificarse plenamente con los sentimientos y las aspiraciones del alma de Cristo. Ser un alma de oración no consiste en pasar mucho tiempo de rodillas hablando incesantemente a Dios, sino que es una vida que se transforma porque la persona es consciente de que Dios está dentro y fuera de ella, encima y debajo, arriba, en torno, alrededor de ella, rodeándola, absorbida por El.
Ser una persona de oración no significa ser una persona cuyas palabras, hechos y pensamientos son siempre sobre Dios, sino dirigidos a Dios, orientados a Dios. Una monja que coma, y beba y duerma y trabaje, ría, llore, cante y baile, sufra y triunfe y fracase y se regocije en Dios y por Dios… es un alma de oración. Es la que ha orientado toda su vida a Dios. No es la que ora en determinados momentos, sino la que ora siempre, aquella en que la oración es parte de su ser, parte de su identidad, de su vida. La que no sabe vivirse a sí misma sin Él, sin Cristo.
La oración es un modo de vivir, es un atmosfera en la que nos movemos, en la que existimos. La oración es enfocar toda nuestra vida a Jesucristo. Porque Jesucristo es la Luz que presta valor a cualquiera de nuestros actos, aun los más triviales, los más simples. Esa orientación, esa dirección deliberada y consciente de vivir toda nuestra vida orientada en esta dirección que es Cristo, y desde Cristo, hace que cada uno de los actos de nuestro día a día, de nuestra vida, sean un acto de alabanza, un acto de adoración.
Dice el salmista en el Salmo 140, que sea nuestra vida, que sea nuestra oración, como incienso que sube al a presencia de Dios. Esto es muy significativo, porque el incienso -además de ser unos granos muy pequeñitos- solamente sirve para algo cuando se quema, cuando entra en contacto con el fuego. Así es nuestra oración: solamente sirve de algo, cuando entra en contacto con el Fuego del Espíritu, que está, que brota, que nace del Corazón de Jesucristo. El Fuego del Espíritu es el que da valor y aroma a nuestra oración, y es el que hace que nuestra oración tenga un valor de tributo, de adoración, de alabanza, de gloria. Sin el Espíritu Santo nuestra oración sería vacía y vana.